Carmignac's Note
Invertir en la era del coronavirus
Cuatro meses después de que se anunciasen en una provincia china los primeros casos de una infección viral entonces desconocida, los índices de los mercados bursátiles de todo el mundo se desplomaron un 35 % de media durante un mes para, posteriormente, protagonizar un repunte equivalente (incluso superior en el caso del índice Nasdaq) durante los dos meses siguientes. Este espectacular vaivén bursátil reflejó una concatenación no menos insólita de acontecimientos: a una primera decisión política que conllevaba sumir en un coma inducido a la mitad de la economía mundial para tratar de frenar la propagación del coronavirus le siguió, a partir de mediados de marzo, la de contrarrestar las consecuencias de esta decisión mediante el despliegue de un arsenal sin precedentes compuesto por políticas de apoyo tanto presupuestarias como monetarias.
Elaborar previsiones económicas en este contexto resulta sumamente presuntuoso, dado que ello implica, en parte, prever la evolución del propio virus, algo que la mayoría de expertos en la materia evitan hacer en estos momentos. En cambio, formular previsiones bursátiles podría parecer mucho más sencillo, puesto que resulta evidente que, en este ámbito, la incertidumbre económica reviste escasa importancia, dado que el apoyo inquebrantable de los bancos centrales hace más que nunca las veces de catalizador, paracaídas y barómetro de los mercados.
A corto plazo, estas constataciones nos obligan a capear estas fluctuaciones de los mercados con el análisis de las intervenciones de los Gobiernos como brújula y la incertidumbre económica como horizonte.
A medio plazo, entre el «cuanto más cambia todo, menos cambia» y el «nada volverá a ser como antes» se perfila, en nuestra opinión, una realidad más sutil que llevará aparejadas unas ramificaciones decisivas para los inversores.
El mundo se ha vuelto keynesiano
Ante la gran crisis financiera de 2008, los Gobiernos occidentales, en general, dejaron recaer sobre los hombros de los bancos centrales la tarea de reactivar la economía a través de políticas monetarias no convencionales que tomaron la forma de compras de activos de renta fija. Esta inyección de liquidez en el sistema financiero benefició considerablemente a los mercados, pero ni la actividad económica real ni las perspectivas de inflación alcanzaron nunca una dinámica suficiente como para que los bancos centrales pudiesen retirar su apoyo de forma duradera (recordemos el intento fallido de normalización en 2018). El motivo de este fracaso relativo en el plano económico estriba en que la subvención de los tipos de interés permitió evitar el peor de los desenlaces, pero apenas incitó la inversión por parte de unos actores cuya prioridad era reducir sus niveles de endeudamiento (o incluso aplicar una austeridad presupuestaria radical, como la que se impuso a los países del sur de Europa). En esta ocasión, la situación resulta completamente diferente. Los Gobiernos han decidido incrementar drásticamente el gasto público. Así, el déficit presupuestario estadounidense debería representar cerca del 20 % del PIB a finales de año y el de la zona euro, el 10 %.
El mundo se ha vuelto keynesiano y, en esta ocasión, las políticas de compras de activos por parte de los bancos centrales constituyen el corolario coherente de esos programas presupuestarios, puesto que facilitan su financiación.
Semejante coordinación entre políticas presupuestarias y monetarias plantea numerosos interrogantes, como es lógico, y empieza a tomar claramente el cariz de una «monetización» de las exorbitantes deudas públicas. Este riesgo, que abordamos en nuestra Nota anterior (véase la Carmignac’s Note de abril: « Ni un paso atrás »), justifica, en particular, nuestras marcadas posiciones en minas de oro en las carteras internacionales.
Además, constituye una modificación decisiva de la coyuntura macroeconómica para el inversor, al reforzar la importancia que tienen las inversiones del sector público para el crecimiento. Todavía es demasiado pronto para valorar la eficacia de estas inversiones, de las que cabría temer —a la luz de la experiencia— que tengan un efecto pernicioso sobre la productividad. Canalizar el capital disponible con el fin de financiar proyectos cuya rentabilidad resulta incierta en detrimento de la inversión privada rara vez ha constituido una fórmula propicia para el crecimiento. No obstante, determinados proyectos medioambientales ambiciosos que, al asociarse de forma inteligente con el sector privado, sabrán combinar inversión responsable e idoneidad económica, constituyen tal vez la excepción a este razonamiento. Varios de nuestros Fondos están especialmente expuestos a esta temática.
Por el momento, el esfuerzo presupuestario de EE. UU. representa cerca del 15 % de su PIB y se materializa, principalmente, en forma de subvenciones directas. El plan de reactivación económica presentado por la Comisión Europea no tiene la misma envergadura, aunque sea complejo establecer paralelismos, y aún tendrá que pasar por las horcas caudinas del Parlamento Europeo y de los parlamentos nacionales —algunos de los cuales no lo acogerán de buen grado— antes de su implementación en 2021. Sin embargo, constituye un primer proyecto de transferencia fiscal auspiciado por el tándem francoalemán y, por ello, merece la favorable acogida que le han brindado los mercados.
Monitorizar la actitud de los consumidores
La reapertura de la economía se impone en un contexto en el que los riesgos de contagio siguen estando presentes
La reacción excesivamente tardía por parte de la mayoría de los Gobiernos (el de Taiwán constituye una de las escasas excepciones) y la contagiosidad sumamente elevada de la COVID-19 frente a la epidemia de SARS de 2003 posibilitaron, en esta ocasión, que la infección se propagase de forma extremadamente rápida y a escala mundial pese a la aplicación de drásticas medidas de confinamiento. El número de personas en todo el mundo infectadas por coronavirus supera ya los seis millones. Por tanto, resulta imposible, a diferencia de lo sucedido en 2003, mantener en vigor las medidas de confinamiento hasta que la tasa de infección se sitúe en cero: el coste económico sería demasiado elevado. Por ende, la «reapertura» de la economía ha dado comienzo en un contexto en el que los riesgos de contagio siguen estando presentes. No cabe duda alguna de que el abandono progresivo de las medidas de confinamiento, aunado a unas políticas de apoyo financiero muy voluntaristas, suscitarán en el tercer trimestre un repunte del consumo de los hogares, que se ha visto comprimido durante varios meses. Esta reapertura progresiva de la economía es asimismo lo que aplauden los mercados desde hace un mes.
No obstante, más allá de ese efecto de compensación, resulta difícil concebir que las actividades colectivas —empezando, como no podía ser de otro modo, por el transporte aéreo o el turismo de masas— puedan recuperar su anterior modelo económico al completo mientras siga imperando el distanciamiento por razones sanitarias. De hecho, cabe destacar que incluso en países como Taiwán o Suecia, que no han impuesto confinamiento alguno, la mera actitud de prudencia ante el riesgo de contagio ha bastado para provocar una marcada caída del consumo corriente (por ejemplo, las ventas de ropa en Suecia se desplomaron un 35 % en marzo). Otra diferencia fundamental frente a la epidemia de SARS en 2003 radica que esta crisis ha adquirido una dimensión internacional, lo que fomenta que cada país limite sus intercambios con el resto de naciones hasta que no se erradique la infección (y nadie sabe cuánto tiempo llevará el descubrimiento, la autorización de comercialización y la distribución a escala mundial de una vacuna eficaz).
Además de verse obstaculizado por los temores en el plano sanitario, el consumo también se ve lastrado por los temores sobre la economía: en Estados Unidos, es difícil pensar que una tasa de ahorro que no superaba el 8 % el año pasado no vaya a incrementarse considerablemente mediante ahorros preventivos en vista del aumento meteórico que ha registrado la tasa de desempleo. En términos más generales, incluso si la flexibilidad del mercado laboral tiene lugar en ambos sentidos, la economía estadounidense difícilmente podrá evitar verse penalizada por la pérdida de poder adquisitivo y el trauma que representa la pérdida de unos 40 millones de empleos en tan solo unas semanas, por no mencionar las 100.000 vidas que la epidemia se ha cobrado de forma directa. El índice estadounidense de la confianza de los hogares ha pasado de 130 a principios del año a 86,6 en mayo. En Europa, también parece previsible que las empresas entren rápidamente en una dinámica de reducción de costes y que el aumento de la precariedad laboral fomente un incremento del ahorro preventivo a expensas de los gastos discrecionales (la Comisión Europea prevé que la tasa de ahorro en la zona euro pasará del 12,8 % del año pasado a un 19 % este año).
Esta crisis se perfila como el catalizador de la selección darwiniana a la que asistimos desde hace varios años
Esta conversión a la frugalidad, que también protagonizarán las empresas, no solo tendrá repercusiones en el plano macroeconómico, sino que conllevará que la actividad económica se oriente más que nunca hacia las soluciones de comunicación, comercio, trabajo y enseñanza más económicas, eficaces y seguras.
Así, esta crisis se perfila como el catalizador de la temible selección darwiniana a la que asistimos desde hace varios años: en periodos de crecimiento débil, los actores que ya ostentan una posición dominante gracias a la optimización de sus competencias tecnológicas para apuntalar su oferta a clientes se adaptarán de una manera muy satisfactoria a la coyuntura, mientras que los actores poco flexibles, lastrados por unas importantes necesidades de capital y que ya demuestran fragilidad desde el punto de vista financiero se verán en una situación sumamente peliaguda. La rentabilidad superior que registran los valores tecnológicos desde principios de año responde a esta perspectiva. Sin embargo, esta última constituye una tendencia estructural que se ha visto ahora reforzada y que aún tiene recorrido en los mercados, siempre y cuando sigamos demostrando una gran selectividad, como es lógico.
No dejar cabos sueltos
No podemos subestimar la violencia de la conmoción que están sufriendo la mayoría de las economías del mundo. Tal y como sucede con los temblores sísmicos, no podemos descartar que, después de un periodo de calma, esta crisis dé lugar a una serie de réplicas, y que unas fisuras que hoy no tienen trascendencia alguna provoquen el día de mañana fenómenos de rupturas. No faltan empresas —ni países— que se encuentran en la antesala de una crisis de solvencia. Nadie sabe tampoco en qué medida un repunte de las tensiones económicas internas podría propiciar en Estados Unidos, en China o en otros países un recrudecimiento de las tensiones sociales y políticas, e incluso fomentar la beligerancia de cara al exterior. Alexis de Tocqueville afirmaba que, en política, lo más difícil de evaluar es aquello que sucede ante nuestros ojos.
Y no obstante, no solo los líderes tecnológicos ágiles saldrán reforzados de esta crisis, sino que, incluso en los sectores más maltrechos, la selección darwiniana dará lugar al surgimiento de vencedores. Por ejemplo, incluso en el sector del transporte aéreo, los actores más eficientes sobrevivirán y se beneficiarán de los reveses sufridos por sus desafortunados competidores en cuanto mejore la coyuntura macroeconómica. No obstante, el posicionamiento y los flujos de los inversores desde principios de año parecen hacer caso omiso de estas «sutilezas». Por tanto, en calidad de inversores, procede no dejar cabos sueltos ante esta incertidumbre radical sobrevenida a raíz de la crisis del coronavirus y, por ende, mantener unas carteras centradas principalmente en los vencedores estratégicos a largo plazo, así como vigilar estrechamente tanto los riesgos de inestabilidad como las oportunidades tácticas.